(Por: P. Matías Siebenaller).- Hablando de la vida de Jesucristo en los discípulos misioneros, el documento de Aparecida afirma: “En el seguimiento de Jesucristo aprendemos y practicamos las bienaventuranzas del Reino, el estilo de vida del mismo Jesucristo” (DA 139). Jesús mismo, entonces, es la clave principal para entender y vivir las bienaventuranzas. En ellas despuntan los rasgos fundamentales de la vida de Jesús y las bienaventuranzas son hitos en el camino de los discípulos de Jesús llamados a ser en él “sal de la tierra y luz del mundo”.
Pues “los ojos fijos en Jesús” (Hb 12,2), recordando la vida y la muerte de nuestros mártires y buscando nuestra propia conversión, meditemos, aun sea solo con pinceladas toscas, las bienaventuranzas en Mt 5,1-12.
I. Bienaventurados los pobres en el Espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos
Jesús, el pobre en el espíritu
martires2En el himno cristológico que Pablo inserta en su carta a los Filipenses (Flp 2,5-11), se retrata Cristo Jesús como pobre en el espíritu de Dios: no codició el ser igual a Dios, se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, obedeció a la vocación humana hasta la muerte y una muerte de cruz.
Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo (cf. Mt. 4, 1-11). Jesús no cayó en la tentación del poder, de la fama y de la riqueza; se mantuvo con fidelidad en la voluntad del Padre. La voluntad del Padre es su alimento, su oración y lo que comparte con sus amigos.
El Papa Francisco, en la “Alegría del Evangelio” encuentra palabras entrañables para presentar a Jesús, pobre en el Espíritu de Dios “El corazón de Dios tiene un sitio preferencial para los pobres, tanto que hasta Él mismo “se hizo pobre” (2 Co 8,9).
Todo el camino de nuestra redención está signado por los pobres. Esta salvación vino a nosotros a través del “sí” de una humilde muchacha de un pequeño pueblo perdido en la periferia de un gran imperio.
El Salvador nació en un pesebre, entre animales como lo hacían los hijos de los más pobres; fue presentado en el Templo junto con dos pichones, la ofrenda de quienes no podían permitirse pagar un cordero; creció en un hogar de sencillos trabajadores y trabajó con sus manos para ganarse el pan.
Cuando comenzó a anunciar el Reino, lo seguían multitudes de desposeídos, y así manifestó lo que Él mismo dijo: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar el Evangelio a los pobres” (Lc 4,18). A los que estaban cargados de dolor, agobiados de pobreza, les aseguró que Dios les tenía en el centro de su corazón: “¡Felices vosotros, los pobres, porque El Reino de Dios os pertenece!” (Lc.6,20); Con ellos se identificó: “Tuve hambre y me disteis de comer”, y enseñó que la misericordia hacia ellos es la llave del cielo (cf.Mt 25,35s).
“En este sentido, la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza” (Benedicto XVI en el Discurso Inaugural de Aparecida).
Nuestros mártires: Miguel, Zbigniew y Sandro
Al llegar a los pueblos de Santa y Pariacoto sabían que pisaban “tierra santa”, que la acción del Espíritu Santo les precedía, que eran llamados a ser testigos de una esperanza anclada en Cristo (cf.EG 265).
En su condición de religiosos y sacerdotes habían hecho la promesa de ser discípulos y misioneros de Cristo pobre para servir a los demás y ser testigos del Reino.
Compartiendo a fondo, también en su condición de Obispo de Roma, la vocación misionera, Francisco I dice: “Cautivados por ese modelo que es Cristo Jesús, deseamos integrarnos a fondo en la sociedad: Compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material y espiritualmente con ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están alegres, lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a codo con los demás. Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta, sino como una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga identidad” (EG 269).
Mucha gente humilde de Santa y Pariacoto recuerdan el estilo de vida sencilla de nuestros mártires, su participación alegre y animosa en faenas comunitarias, sus gestos y palabras que les hacían sentir amistad y dignidad.
Antes de vivir en el momento de su muerte la plena entrega de sus vidas, nuestros mártires ya vivían vidas entregadas. “Nos alienta el testimonio de tantos misioneros y mártires de ayer y de hoy en nuestros pueblos que han llegado a compartir la cruz de Cristo hasta la entrega de su vida” (DA 140).
“El tiempo está cumplido. El Reino está cerca. ¡Conviértanse y crean en la Buena Nueva”(Mc 1,15)
La proclama de los bienaventurados por Jesús destaca las características de la comunidad de Jesús en el mundo, de la Iglesia siempre llamada a servir el Reino. “Señales evidentes de la presencia del Reino son: La vivencia personal y comunitaria de las bienaventuranzas, la evangelización de los pobres, el conocimiento y cumplimiento de la voluntad del Padre, el martirio por la fe, el acceso de todos a los bienes de la creación, el perdón mutuo, sincero y fraterno, aceptando y respetando la riqueza de la pluralidad, y la lucha para no sucumbir a la tentación y no ser esclavos del mal” (DA 383). Y afloran en lo señalado en Aparecida los rasgos de una Iglesia pobre, porque animada por el Espíritu de Jesús.
Antes de cantar el himno a Cristo pobre, San Pablo pide a los Filipenses una alegría especial: “Pónganse de acuerdo, estén unidos en el amor, con una misma alma y un mismo proyecto. No hagan nada por rivalidad o vanagloria, que cada uno tenga la humildad de creer que los otros son mejores que él mismo. No busque nadie sus propios intereses, sino más bien preocúpese cada uno por los demás. Tengan unos con otros las mismas disposiciones que estuvieron en Cristo Jesús.” (Flp 2,2-5).
También en la Iglesia de Chimbote nos conviene recordar que solo pobres en el Espíritu favorecen la unidad diocesana y la comunión con el pueblo. Solo, cuando en Espíritu de pobreza administramos nuestra unicidad, nuestra originalidad y nuestra historia personal, podemos servir el bien común. Solo en espíritu de pobreza el grano de trigo puede cumplir con su vocación. “Pues el que quiera asegurar su vida, la perderá y el que sacrifique su vida por el Evangelio, la salvará” (Mc 8,35).
Finalmente miremos con espíritu de pobres la realidad del pecado en nosotros y en el mundo: en el espíritu de Dios, el padre de Jesucristo, el que es pobre porque todo da, podemos ser pobres y nunca desesperar.
Sospecho que la mejor oración brota del corazón de los pobres en el Espíritu.