Vencedores del Dragón

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VENCEDORES DEL
DRAGÓN
Relato sobre los Mártires de Pariacoto

Fr. Bogdan Pławecki OFMConv

📖 Prólogo
Una noche que cambió muchas cosas
A Kasia le encantaban las noches. Sobre todo, aquellas en que su papá tenía tiempo para sentarse junto a su cama y contarle un cuento. No uno sacado de un libro, sino una historia que salía directo de su corazón —como un riachuelo tibio que acaricia los pies cuando uno se sienta en la orilla.
Esa noche todo estaba en silencio. Mamá volvería tarde del trabajo, y papá acababa de lavar los platos. Kasia ya estaba bajo la frazada, con la cabeza en la almohada, y su osito —el de la oreja cosida— sentado al lado, listo para escuchar con ella.
—Papito —susurró la niña—, ¿me cuentas algo nuevo? No de princesas, ni de dragones que lanzan fuego… Quiero un cuento que sea verdadero. Pero que suene como un sueño.
Papá sonrió. Acercó la silla a la cama y miró a Kasia como si acabara de recibir la misión más importante del mundo.
—Está bien, mi pequeña. Te contaré una historia que ocurrió de verdad. Pero suena como un cuento. También hay un Dragón… aunque no como los de los cuentos escritos. Este Dragón era rojo. Y no lanzaba fuego, sino… pensamientos malos.
—¿Pensamientos? —se sorprendió Kasia, frunciendo el ceño.
—Sí. Era un Dragón que no quemaba casas, pero sí los corazones. No atacaba a las personas, pero hacía que dejaran de quererse. Y justo cuando ese Dragón era muy fuerte, nacieron dos niños: Miguel y Zbyshek. No eran caballeros. No tenían espadas. Pero tenían algo mucho más valioso: valentía, bondad y amor.

Kasia cerró los ojos. El osito también. Papá siguió hablando, y su voz era como una canción de cuna que no duerme, sino que despierta la imaginación.

—Esta historia empieza en Polonia. Pero luego viaja muy lejos, hasta el Perú. A unas montañas tan altas que las nubes a veces se posan en sus hombros como pájaros. Allí fueron Miguel y Zbyshek para ayudar a la gente. Y allí encontraron al Dragón Rojo, casi igual al de Polonia.
—¿Y qué pasó? —susurró Kasia, ya casi dormida.
—Es una historia larga, hijita. Pero si tú quieres, te la contaré capítulo por capítulo. Como un libro que no se acaba en una sola noche.
—Quiero papito —respondió Kasia, abrazando a su osito—. Quiero mucho.
Y al poco rato se quedó dormida.
Papá la miró, respirando tranquila.
Y empezó a contar la historia para sí mismo. Para no olvidar lo que había leído hace poco. Una historia verdadera, que ahora debía contarle como un cuento. Sobre dos Hermanos de la Luz. Sobre montañas que escuchaban oraciones. Y sobre un Dragón que creyó que iba a ganar… pero se equivocó.

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📘 Capítulo I
La historia del Dragón Rojo
Hace mucho tiempo, antes de que la gente tuviera celulares en los bolsillos, dibujos animados en la tele y helados con sabor a chicle, apareció en el mundo un Dragón.
No era una bestia de cueva, no tenía alas ni cola.
Pero era peligroso.
Y muy, muy astuto.
La gente lo llamaba el Dragón Rojo.
No porque fuera rojo como una fresa,
sino porque sus pensamientos estaban teñidos de enojo, envidia y promesas que sonaban bonitas… pero actuaban como veneno.
Este Dragón no lanzaba fuego.
Lanzaba palabras.
Y con ellas creó un sistema que atrapaba a las personas con su engañosa sencillez.
—Todos serán iguales —decía.
—Nadie será pobre.
—Cada uno recibirá lo mismo.
Sonaba hermoso.
Pero era una trampa.
El Dragón no quería que las personas tuvieran casas propias.
No quería que pensaran por sí mismas.
No quería que rezaran, que se amaran, que se ayudaran unos a otros.
Deseaba que todos miraran solo hacia él, lo admiraran y lo siguieran.
Como si fuera el único sol en el cielo.
Y así el Dragón Rojo empezó a crecer.
No en cuerpo, sino en las mentes.
Se metía sigilosamente en los libros, en los periódicos, en la radio.
Entraba en las escuelas, en las oficinas, en los hogares.
Decía:
—¿Para qué necesitas a mamá y papá? Yo te criaré mejor.
—¿Para qué un sacerdote, para qué la Iglesia? Yo te daré la verdad.
—¿Para qué soñar? Yo tengo un plan para tu futuro.
El monstruo de colores ardientes encantó a la gente con sus promesas.

Pero…
En vez de confiar —empezaron a sospechar.
En vez de reír —empezaron a callar.
En vez de construir —empezaron a destruir.
El Dragón era como una sombra que no desaparece ni al mediodía.
Como un virus que no da fiebre, sino frío en el corazón.
Formó un ejército.
No de caballeros, sino de personas que dejaron de pensar por sí mismas.
Lo llamaron el Ejército Rojo.
Entró en países cansados por la guerra.
Y allí donde había esperanza —su ejército sembró miedo.
—¡El Dragón nos dará todo! —gritaban algunos.
—¡El Dragón es justo!
Pero el Dragón no daba.
El Dragón quitaba.
Quitaba la libertad, la fe, el amor y la confianza.
En Polonia, en Perú, en muchos rincones del mundo —su sombra era larga.
Pero no todos se rindieron.
Porque a veces, cuando todo está oscuro, aparece una pequeña luz.
Una chispa.
Un corazón que dice: “Yo no estoy de acuerdo”.
Y justo cuando el Dragón era más grande, nacieron dos niños.
Miguel y Zbyshek.
No tenían espadas.
Pero tenían algo que el Dragón más temía:
Amor.
Y el valor de compartirlo con los demás.

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📘 Capítulo II
Todo santo fue alguna vez niño
En los tiempos en que el Dragón Rojo extendía su sombra sobre ciudades y pueblos, nacían niños.
Algunos crecían en silencio.
Otros — con miedo.
Pero también había quienes llevaban algo especial en el corazón.
Todavía no conocían palabras como “libertad” o “verdad”.
No entendían que el mal a veces se disfraza de bondad.
Pero ya sabían amar, confiar y soñar con un mundo mejor, como el que Dios promete.
Fue en esos tiempos que nacieron Zbyshek y Miguel.
Zbyszek — en el pequeño pueblo de Zawada, donde el cielo era tan ancho como los sueños, y las torres de la iglesia en Tarnów parecían dedos señalando el Cielo.
Miguelito — dos años después, en Lekawica, cerca de Żywiec, donde los campos olían a heno y los gatos dormían sobre los hornos como reyes.
Todavía no sabían que sus vidas estarían llenas de pruebas.
Ni que algún día serían héroes.
Pero Dios ya los miraba con amor.
Y tenía un plan para ellos.
Porque todo santo fue alguna vez niño.
Y toda gran historia comienza con pasos pequeños.

Miguel tenía un hermano gemelo — Marcos — y dos hermanas mayores: María y Ursula.
Su papá falleció cuando los niños eran aún pequeños.
La mamá quedó sola, con varios hijos y una chacra que cuidar.
En vez de jugar con otros niños, Miguel y Marcos pastaban vacas, ayudaban en el campo, y servían en la Misa.
A veces jugaban fútbol en la cancha junto a la iglesia, pero más seguido se quedaban leyendo, porque Miguel tenía un sueño.

—¡Voy a ser hermanito religioso! —gritó un día, entrando a la cocina como un torbellino.
El gato Pafnucio lo miró con un ojo, bostezó… y volvió a dormir.
La mamá sonrió con ternura, pero movió la cabeza:
—Todavía eres muy pequeño, Miguelito. Pero si Dios quiere, te mostrará el camino.
Y Miguel creía que lo haría.
Rezaba cada noche frente a la imagen de la Virgen.
Se quedaba leyendo hasta tarde.

Zbyshek era distinto.
Callado, concentrado, con las manos siempre ocupadas en inventos… o en oración.
Las señoras mayores lo miraban cuando servía en la Misa y murmuraban entre ellas:
—Ese niño va a ser sacerdote. Se le nota en los ojos y en lo mucho que ama venir a la iglesia.
Zbyshek tenía talento para construir cosas.
Después de la primaria quería ir a un instituto técnico.
—Voy a aprender un oficio —les dijo a sus padres—. Quiero ayudar a la gente.
Pero en su corazón había otro sueño.
Escuchaba una Voz.
No fuerte, no ruidosa.
Suave, como un susurro durante la oración.
Y esa Voz lo guiaba —igual que a Miguel— al seminario, a la escuela de los religiosos.
Todavía no se conocían.
No sabían que sus caminos se cruzarían.
Pero ya eran como dos semillas que Dios había sembrado en distintos lugares.
Y esperaba a que brotaran.
Porque la santidad no empieza con milagros.
Empieza con lo cotidiano.
Con pastar vacas.
Con ayudar a mamá.
Con rezar junto a la cama.
Con un sueño que no se apaga.

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📘 Capítulo III
Un sueño cumplido
El tiempo pasaba.
Como un río que no pregunta a dónde va, pero siempre sigue su curso.
Miguel y Zbyshek crecían — cada uno en su rincón de Polonia.
Estudiaban, rezaban, ayudaban en casa.
Y aunque aún no se conocían, sus corazones latían con el mismo ritmo.
El ritmo de un sueño.
No de fama.
Ni de riquezas.
Sino de estar cerca de Dios.
Y cerca de las personas que necesitan luz.
Miguel, después de muchas horas de estudio, aprobó sus exámenes y entró al Seminario Menor en Legnica.
Allí, entre otros chicos, aprendía no solo historia y matemáticas, sino también paciencia, perseverancia… y a tocar la guitarra.
—Solo este capítulo más… sí puedo —se repetía, enderezando la espalda frente al escritorio.
Y por las noches rezaba ante una imagen de la Virgen María que había traído de su casa.
Zbyszek, aunque eligió el instituto técnico, llevaba otros planes en el corazón.
Sentía que la Voz que susurraba en su alma no se apagaba.
Al terminar la escuela, en vez de convertirse en mecánico, entró al seminario franciscano en Cracovia.
Y fue allí —entre muros antiguos, oraciones y cantos de salmos— donde se encontraron por primera vez.
Miguel y Zbyshek.
Dos corazones.
Dos sueños.
Un solo camino.
—Paz y bien —se dijeron al saludarse, como acostumbran los franciscanos.
Y desde ese momento fueron como hermanos.
No solo religiosos.
Sino hermanos en misión.
Estudiaban juntos.
Rezaban juntos.
Reían, ayudaban a otros, hablaban de San Francisco de Asís, que amaba a Dios, a las personas, a los animales… y al silencio.

Entre ellos había otro hermano.
Mayor, con ojos que veían más de lo que decían.
El hermano Jarek.
Sabía escuchar cuando los demás hablaban, y hablar cuando todos callaban.
También tenía un corazón dispuesto a todo —incluso a lo más difícil.
Un día, llegó al seminario un misionero anciano.
Contó sobre un país lejano, donde los niños no tienen libros, y las montañas son tan altas que las nubes se rompen en sus cumbres.
—Perú —dijo—. Allí nos esperan personas. Sencillas, pobres, pero llenas de corazón.
La sala quedó en silencio.
Y luego… se llenó de emoción.
—¡Yo quiero ir! —gritó uno.
—¡Y yo también! —dijo otro.
Pero fueron Miguel, Zbyshek y Jarek quienes se ofrecieron primero.
No por aventura.
No por fotos.
Sino por amor.
—Queremos ayudar —dijeron—. Queremos llevar luz donde la gente está lejos de la iglesia y del hospital.
Y así comenzó su preparación.
Estudiar español.
Empacar.
Despedirse de la familia.
Rezar por fuerza.
Y luego —el viaje.
Lejos, cruzando el océano.
A un país donde los niños pastan ovejas más seguido que van a la escuela.
A montañas que guardan silencio, pero escuchan.
A personas que esperan.
Porque cuando un sueño es verdadero, no se queda en palabras.
Se convierte en camino.
Y ese camino lleva al corazón de los demás.
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📘 Capítulo IV
Un mundo nuevo: Perú
Más allá del océano, más allá de las montañas, más allá de mil nubes, hay un país llamado Perú.
Allí llegaron tres hermanos franciscanos: Miguel, Zbyshek y Jarek.
No vinieron con maletas llenas de cosas.
Vinieron con corazones llenos de amor.
Perú era distinto a Polonia.
Casas diferentes.
Comida diferente.
Costumbres diferentes.
Hasta el sol parecía brillar de otro modo —más directo, como si quisiera mirar a cada persona a los ojos.
Al principio, cada hermano vivió por separado.
No porque no se quisieran.
Sino porque querían aprender el idioma más rápido.
Querían conocer a la gente, su risa, su tristeza, su vida diaria.
Miguel llegó a un pueblo donde los niños usaban sandalias hechas con llantas viejas – yanques.
Zbyshek — a un lugar donde el agua era un tesoro, y la sonrisa del vecino — el regalo más valioso.
Jarek — a una parroquia donde el silencio decía más que las palabras, y la gente rezaba con los ojos, mirando imágenes sagradas, porque no sabían leer.
Y aunque había carencias, también había abundancia: en historias contadas junto al fuego, en cantos que subían por las montañas, y en una fe que no se aprende en libros, sino en el corazón.
Cada día era nuevo.
Como una hoja en blanco que no se escribe con lápiz, sino con bondad.Los hermanos aprendían a hablar español.
Aprendían a cocinar con solo arroz y frejoles.
Aprendían a escuchar cuando alguien hablaba de un dolor que no se ve.
Pero no solo ellos aprendían.
La gente también los miraba con curiosidad.
—¿Quiénes son esos padres tan pálidos con barba? —preguntaban.
—¿Por qué no tienen esposa, si son jóvenes, altos y fuertes?
—¿Por qué sonríen, incluso cuando están cansados, y rezan durante horas?

Y los niños…
Los niños eran como abejitas.
Al principio tímidos.
Luego curiosos.
Y al final — cariñosos.
Corrían detrás de Miguel, cantaban con él.
Se abrazaban a Zbyshek cuando traía medicinas.
Escuchaban a Jarek cuando hablaba de Dios con tanta ternura que hasta el silencio quería escuchar.

Pero en algún rincón…
El Dragón Rojo ya se acercaba.
No se veía.
No tenía cola ni garras.
Pero estaba presente.
En los susurros.
En el miedo.
En los rumores que decían que los misioneros eran espías, que venían a aprovecharse de los pobres y a engañarlos con promesas del cielo.
El monstruo vivía en personas que temían al bien, porque habían vivido demasiado tiempo bajo la sombra del mal.
El Dragón decía:
—No confíen en ellos.
—Ellos quieren cambiarlos.
—Mejor escúchenme a mí.
—Solo yo quiero su bienestar.
ero el Dragón no sabía algo.
No sabía que el amor no necesita traductor.
No sabía que la bondad no teme a la altura ni al calor del día.
No entendía que los tres hermanos no venían a luchar.
Venían a amar.
Y por eso…
El Dragón empezó a tener miedo.
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📘 Capítulo V
Amar es ayudar. La misión en Pariacoto
Las montañas alrededor eran altas.
Tan altas que las nubes no podían pasear libremente empujadas por el viento.
El camino a Pariacoto era sinuoso, pedregoso, a veces peligroso.
Pero los tres hermanos —Miguel, Zbyshek y Jarek— viajaban con el corazón lleno de paz.
Pariacoto no tenía asfalto, ni faroles, ni electricidad.
Pero tenía algo más valioso:
Gente sabia, fuerte, con raíces profundas en la tierra y en la fe.
Personas que sabían escuchar el silencio de las montañas, compartir lo poco con alegría, y recibir la luz como quien reconoce un viejo amigo.
Las casas eran de barro.
Los techos — de calamina, madera, a veces de yerba.
La iglesita estaba en lo alto, blanca, con una torre y unas campanas que no sonaban desde hacía años.
Al lado — el convento.
Sencillo, como una casa familiar.
Con un patio que pedía un árbol, un poco de pasto, un poco de vida.
Los hermanos desempacaron sus cosas.
No eran muchas.
Unos cuantos cambios de ropa.
Una guitarra.
Un rosario.
Y un corazón listo para servir.
El padre Jarek, como guía y superior, los reunió para una breve conversación.
—Hermanos —dijo— este lugar es hermoso, pero herido.
Un terremoto, años atrás, se llevó casas, personas, esperanza.
La enfermedad del cólera se llevó la salud.
Y el Dragón Rojo… se lleva la fe.
—No hablaremos de él en voz alta —añadió—. No vinimos para eso. No escriban sobre él a sus padres. Ya se preocupan por nosotros y nos extrañan.
Vinimos para amar.
Y amar es ayudar.
Así comenzó la misión.
rimero, limpiar el convento.
Luego, la iglesia.
Después — salir a caminar.
Los hermanos salieron al campo.
Con las hermanas religiosas.
Con un mapa que venía más del corazón que del papel.
Visitaban pueblos — pequeñas comunidades.
Había más de setenta.
En cada una — niños que no conocían cuentos.
Adultos que no conocían la esperanza.
Enfermos que no tenían medicinas.
El padre Zbyshek construía.
Canales, capillas, pozos.
Diseñaba, medía, cavaba junto a la gente.
Y luego — visitaba a los enfermos.
Con una mochila llena de vitaminas y medicinas de la farmacia de Dios.
—Nuestro doctorcito —decían de él—. Nuestro pequeño doctor.
El padre Miguel cantaba.
Tocaba la guitarra.
Enseñaba canciones sobre Jesús a los niños.
Les contaba historias que les iluminaban los ojos.
—Padrecito —gritaban los niños—. Nuestro papito.
El padre Jarek era como la sombra de un árbol.
Silencioso, presente, fuerte.
Rezaba, conversaba, escuchaba.
Era quien sostenía la luz mientras los otros la llevaban.
Y la gente…
La gente empezó a sonreír.
Empezó a ir a la iglesia.
Empezó a creer que el bien no es un cuento.
Es real.

Pero el Dragón no dormía.
Susurraba.
—No confíen en ellos.
—Ellos quieren cambiarlos.
—Escúchenme a mí y serán felices como en el paraíso.
Los hermanos no respondían a esos susurros.
Respondían con amor y con acciones.
Porque el amor no grita.
El amor actúa.
Y por eso…
Pariacoto empezó a despertar.
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📘 Capítulo VI
Las campanas que duermen
En uno de los pueblos de montaña, donde el sol salía más tarde y el viento danzaba entre las casas de barro, los Hermanos Franciscanos estaban junto al pozo.
A su lado, la hermana Nuria conversaba con los vecinos, mientras los niños revoloteaban como si buscaran algo por descubrir.
Desde el patio vecino se oía el rebuzno de un burro. La polea del pozo crujía con cada movimiento. El animal gris golpeaba una piedra con la pezuña, como si quisiera decir algo.
El padre Zbyshek se secó el sudor de la frente y miró al anciano que sostenía al burro con una cuerda.
—¿Cómo llaman aquí a estos burritos tercos pero valientes? —preguntó con una sonrisa.
—Son nuestros burritos, padre. Y este de aquí es Capitán —el capitán de todos los caminos por aquí —respondió el hombre con orgullo.
El padre Miguel miró al animal con aire teatral.
—¿Capitán, dices? Ten cuidado, Zbyszek, no vaya a darte órdenes en el camino cuando lo montes —bromeó en voz baja.
Los niños soltaron risitas. Uno de ellos, pequeño y tímido, se acercó. Llevaba un suéter de lana con un botón rojo en forma de estrella.
—¿Saben tocar las campanas? —preguntó en voz bajita—. Así, para que el eco regrese desde las montañas.
El hermano Jarek se agachó junto al niño. Su hábito se extendió sobre la arena, y su rostro se iluminó con una sonrisa.
—Saber, sí sabemos —respondió con dulzura—. Pero aquí las campanas todavía duermen. Vamos a ayudarlas a despertar.
—¡Sí! ¡Hurra! —gritaron los niños, saltando de alegría.
La hermana Nuria aplaudió.
—Entonces ya tenemos el primer equipo de reparación para su capilla. ¡El pago será en galletas de coco!
El padre Zbyshek fingió estar serio.
—Me temo, hermana, que ahora seremos mensajeros del Capitán… y de las galletas.
La risa se deslizó por las laderas como un arroyo brillante.
Y en los corazones de los vecinos, algo se movió —como si las campanas realmente hubieran temblado en sus torres, listas para volver a sonar.

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📘 Capítulo VII
El amor construye y cura
En Pariacoto empezó a ocurrir algo extraordinario.
No hubo fanfarrias ni noticias en Facebook.
No hubo milagros espectaculares.
Pero poco a poco, todo comenzó a tener orden.
Un ritmo marcado por la oración y el trabajo.
Un amor que se expresaba en acciones.

El padre Zbyshek se levantaba cada día al amanecer. Rezaba con sus hermanos, y luego, con su cuaderno, su lápiz y una sonrisa, anunciaba:
—Hoy construimos un canal.
—Hoy arreglamos un techo.
—Hoy visitamos a los enfermos.

Pero el padre Zbyshek no solo construía.
También llevaba alivio.
Con una mochila llena de vitaminas, hierbas, vendas… y palabras buenas.
Una vez, al volver de visitar a doña Teresa, que estaba enferma, la hermana Berta le preguntó:
—Padre Zbyshek, ¿para qué sirven esas vitaminas? No son medicina…
El padre sonrió con dulzura:
—No curan el cuerpo, pero curan el corazón.
—¿El corazón? —se sorprendió ella.
—Sí. Porque cuando alguien recibe, aunque sea un poco de magnesio, siente que no ha sido olvidado. Que alguien piensa en él. Que no está solo.
—Entonces es como… ¿amor en cápsulas? – resumió ella.
—Amor, cuidado, presencia —respondió en voz baja—. No soy doctor, pero puedo ser hermano.
Así cumplía su tarea difícil y hermosa: el hermano de todos los enfermos.
Nuestro doctorcito —decían de él—. Nuestro pequeño doctor.

El padre Miguel estaba cerca de los niños.
Cerca de los jóvenes.
Cerca de quienes necesitaban alegría.
Tocaba la guitarra.
Traducía canciones.
Dirigía el coro.
Enseñaba a cantar sobre Dios de forma que el corazón quisiera bailar.
—¡Padrecito! —gritaban los niños—. ¡Nuestro papito!
—¿Hoy también habrá cantos?
A veces cantaba.
A veces guardaba silencio.
Pero siempre estaba.
El padre Jarek velaba.
Conversaba con quienes tenían miedo de hablar.
Era como un cimiento —invisible, pero necesario.
Porque el amor no solo alimenta el cuerpo.
Alimenta el alma.
para los niños.
Los niños venían por una Y en cada canto, en cada saludo, en cada gesto de los abuelitos, los hermanos descubrían una sabiduría antigua, tejida en los hilos de la vida andina. En el convento olía a pan.
Las hermanas lo horneaban rebanada… y se quedaban para la catequesis.

Los hermanos organizaban encuentros.
Para jóvenes.
Para familias.
Para quienes habían olvidado que eran importantes.
—Ustedes son hijos de Dios —decía el padre Miguel—.
—Y Dios no se olvida de sus hijos.
La gente empezó a sonreír.
A ayudarse unos a otros.
A construir no solo casas —sino comunidad.
¿Y el Dragón?
El Dragón miraba desde lejos.
Molesto.
Porque donde hay amor…
No hay lugar para el miedo, el engaño ni la violencia.

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📘 Capítulo VIII
El Dragón se acerca
En Pariacoto todo se volvía más claro.
Los niños cantaban.
Los pozos daban agua.
Los enfermos se sentían menos solos.
La iglesita volvía a tener vida.
Y por el patio corría Oso.
El perrito de los misioneros.
Negro, peludo, con ojos como dos botones.
Siempre el primero en la puerta.
Siempre presente bajo el altar durante la Misa.

Los niños lo adoraban.
—¡Oso! ¡Oso! —gritaban.
Y él movía la cola como si dijera:
—Todo va a estar bien.
El padre Miguel reía:
—Oso es nuestro cuarto hermano.
—No habla, pero lo entiende todo.
Y lo llamaba “burro” en polaco. El perrito no sabía por qué, y los niños tampoco.
Oso los acompañaba a visitar a los enfermos.
Esperaba en la puerta.
A veces ladraba cuando alguien lloraba —como si dijera:
—No tengas miedo. Estoy aquí.

Pero en las montañas…
Algo se movía.
No era el viento.
No era una tormenta.
Era el Dragón.
El monstruo rojo.
Un espíritu malo que no soportaba la luz del Evangelio que los hermanos anunciaban con palabras y con vida.
Empezó a susurrar más fuerte:
—No confíen en ellos.
—Son extranjeros.
—Quieren controlarlos y aprovecharse de ustedes.
Una noche, alguien arrancó la cruz de una capillita.
Alguien manchó las puertas del convento.
Alguien dejó volantes con amenazas.
Los hermanos los leyeron en silencio.
El padre Jarek suspiró.
—El Dragón se acerca —dijo en voz baja—. Pero no estamos solos.
El padre Zbyshek no dejó de visitar a los enfermos.
Aunque alguien lo insultó en el mercado.
—El amor no les teme a las heridas —dijo.
El padre Miguel no dejó de cantar con los niños.
Aunque le prohibieron entrar a una comunidad.
Aunque alguien intentó apagar sus canciones.
—El amor no le teme al silencio —dijo.
El padre Jarek no dejó de rezar.
Aunque los hombres del Dragón intentaron asustarlo.
Aunque alguien susurró: “Mañana puede ser demasiado tarde”.
—El amor no le teme al mañana —dijo.
Las hermanas religiosas empezaron a tener miedo.
Los niños preguntaban:
—¿El Dragón nos va a llevar? ¿Nos va a hacer daño?
El padre Miguel se arrodilló junto a ellos.
—El Dragón no conoce el amor —dijo.
—Pero ustedes sí.
—Así que son más fuertes que él.
Oso ladró.
Como si confirmara.
Como si dijera:
—¡No nos dejaremos vencer!
En el convento se encendieron más velas.
No por la luz.
Por el valor.
Los hermanos sabían que algo se acercaba.
Pero no huyeron.
No se escondieron.
No dejaron de celebrar la Misa ni de hacer el bien.
Porque el amor que construye y cura…
También es amor que protege.
Y que —incluso bajo la sombra del Dragón— sabe sonreír.

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📘 Capítulo IX
Dos mundos, un solo Dragón
En Pariacoto era verano.
El sol calentaba los techos de calamina.
Los niños cantaban con el padre Miguel.
El padre Zbyshek visitaba a los enfermos.
Oso corría por el patio, ladrando a las mariposas.
Pero algo cambió.
El padre Jarek… se fue.
Después de dos años en Perú,
después de cientos de conversaciones, oraciones y decisiones,
fue llamado a Polonia.
Para reunirse con sus hermanos y con su familia.
Para tomar un respiro.
—Volveré —dijo.
—Solo será un momento.
—Pariacoto es mi hogar.
Los hermanos lo despidieron con una sonrisa.
Pero Oso…
Oso se sentó junto a la maleta.
Como si supiera que algo podía ser distinto.
En Polonia también algo cambiaba.
La gente empezó a hablar con valentía.
A rezar con más fuerza.
A creer que el Dragón no era eterno.
Y entonces…
Ocurrió algo que nadie esperaba.
Desde el Vaticano llegó la noticia:

—¡Habemus Papam!
—¡Tenemos Papa!
—¡Un polaco!
Karol Wojtyła.
Callado, sabio, valiente.
Un hombre de oración.
Un hombre de verdad.
Un hombre que conocía al Dragón… y no le tenía miedo.

En Polonia, la gente lloraba de emoción.
En Perú… el Dragón tembló.
Porque sabía que su tiempo se acababa.
Que la luz de Polonia podía llegar a cualquier parte.
Incluso a las montañas.
Incluso a Pariacoto.

El padre Jarek estaba en Polonia cuando sucedió.
Vio la alegría.
Vio la esperanza.
Pero su corazón…
Estaba en Perú.

—Tengo que volver —dijo.
—Mis hermanos me necesitan.
—El Dragón aún reina allá.
Mientras tanto, en Pariacoto…
Alguien observaba el convento.
Alguien susurraba.
Alguien planeaba.
Dos mundos.
Dos frentes.
Una sola lucha.
Entre la luz y la sombra.
Entre el amor y el miedo.
Entre lo que ya ha vencido…
y lo que aún intenta resistir.

📘 Capítulo X
El último camino
Era jueves.
8 de agosto de 1991.
En Pariacoto, el día comenzó como siempre.
El sol trepaba por las montañas.
Los niños cantaban con el padre Miguel.
El padre Zbyshek visitaba a los enfermos.
Oso ladraba alegremente, como si quisiera decir:
“Hoy también será un buen día.”
Por la tarde se celebró la Misa.
Sencilla.
Hermosa.
Como siempre.
El padre Miguel cantó con los niños.
El padre Zbyshek predicó sobre la paz que no teme a la oscuridad.
Y entonces…
Llegaron.
Los hombres del Dragón.
Con armas.
Con rostros sin sonrisa, cubiertos por máscaras.
Con una orden:
Capturar y eliminar a los sacerdotes polacos y a quienes estuvieran con ellos.
Se referían a los postulantes.
Jóvenes que querían ser religiosos.
Que aprendían a rezar, a servir, a amar.
Los hermanos los miraron. Miraron sus rostros.
Y entonces el padre Zbyshek dijo:
—Llévennos a nosotros.
—A ellos déjenlos.
No gritó.
No suplicó.
Lo dijo con calma.
Con un amor que no busca nada para sí.
Los hombres del Dragón aceptaron. Se llevaron a Miguel y a Zbyshek.
Les ataron las manos.
Los subieron a un vehículo.
Y partieron rumbo a Pueblo Viejo.
Oso corrió tras ellos.
Lejos.
Mucho tiempo.
Hasta que desaparecieron tras la curva.
En el convento quedó el silencio.
Y la luz.
Porque la luz no se apaga cuando alguien la lleva con amor.
En Pueblo Viejo cayó la noche.
Oscura.
Silenciosa.
Pero no vacía.
Los hermanos rezaban.
No gritaban.
No suplicaban.
Rezaban.
Y entonces…
El Dragón atacó.
Disparos.
Silencio.
Estrellas sobre las montañas.

Sus hombres que se llamaban camaratas, fusilaron también junto con dos Franciscanos el alcalde de Pariacoto.
Y dos semanas más tarde otro sacerdote: Sandro Dordi, el padrecito italiano que vivía en Santa.
Pero el Dragón no ganó.
Porque el amor no termina en el último camino.
El amor permanece.
En los cantos de los niños.
En los pozos que siguen dando agua.
En Oso, que esperó en la puerta…
Mucho tiempo.
En silencio.
Con fidelidad.
Y en Polonia…
El Papa polaco rezaba por ellos.
Por los hermanos que no temieron al Dragón.
Por la luz…
Que no se apagó.

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📘 Capítulo XI
La luz que no se apagó
En Pariacoto el sol sigue brillando.
El agua sigue corriendo por los canales.
Los niños siguen cantando las canciones que les enseñó el padre Miguel.
La gente sigue contando las historias que les dejó el padre Zbyshek.
Oso ya no ladra.
Pero su recuerdo corre por los caminos del convento.
En Perú, en Polonia, en todo el mundo —
los hermanos no fueron recordados por cómo murieron,
sino por cómo vivieron.
Con amor.
Con valentía.
Con paz.
Su luz no se apagó.
Se descompuso como un rayo de sol al pasar por un vitral.
En mil colores.
En mil corazones.
En las iglesias, los niños encienden velitas.
En las escuelas, aprenden sobre el valor que no grita.
En los hogares, la gente reza con las palabras que ellos susurraban.
Y cuando alguien pregunta:
—¿Vale la pena amar cuando parece que gana la violencia?
—¿Vale la pena creer cuando el Dragón amenaza?
Los niños responden:
—Sí.
—Porque ellos mostraron que el amor es más fuerte que el miedo.
—Que la luz no le teme a la oscuridad.
Y en algún lugar del cielo…
El padre Miguel canta con los niños.
El padre Zbyshek predica sobre la paz.
Y ambos miran hacia la tierra,
donde su luz sigue brillando.

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📘 Epílogo
La luz en el corazón de Kasia
A la mañana siguiente, Kasia entró corriendo a la cocina como un viento alegre.
—¡Papito! ¡Papito! —gritó—. ¡Lo que me contaste anoche… no era un cuento!
El papá la miró por encima de su tostada.
—Claro que no —respondió—. Es una historia verdadera.
—¡El sacerdote habló de los Hermanos en la Misa! ¡Mostró sus fotos! ¡Y yo lo entendí todo!
La mamá entró sacudiéndose la nieve del abrigo.
—Y adivina —dijo sonriendo—: ¡Kasia corrigió al sacerdote!
—Es que él hablaba de un sistema malo… lo llamó “comunismo”. ¡Y yo le dije que era el Dragón Rojo! —añadió la niña con orgullo.
El papá sonrió.
—Qué bueno que lo recuerdas. Porque el mal a veces se disfraza de bien. Y el Dragón sabe esconderse.
La mamá puso la leche para el café sobre la mesa.
—El sacerdote dijo que los Hermanos fueron declarados beatos. Que su fiesta es el 5 de diciembre.
—Entonces hay que anotarlo en el calendario —dijo el papá—. Y rezar por los que hoy son perseguidos.
Kasia corrió por el calendario.
—¡Vamos a marcarlo con un corazoncito! Y mañana me cuentas sobre San Francisco.
El papá asintió.
—Pero esta noche… le toca contar a mamá.
Se sentaron a desayunar.
—Gracias, Señor —empezó el papá— por estar juntos.
—Te pedimos por los que están solos —añadió la mamá.
—Y por mi hermanito, por Kubuś, para que sea bueno como los Hermanitos de Pariacoto —dijo Kasia.
Por la tarde, Kasia y su mamá llevaron sopa a una vecina anciana.
—Es para usted, para que no tenga que cocinar sola hoy —dijo la niña, entregando el frasco.
En sus ojos brillaba la alegría.
Y de regreso a casa, susurró:
—Quería hacer algo bueno… como ellos.
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📘 El cuento de Kasia para sus muñecas
—Es la historia de dos Hermanitos. Miguelito y Zbyshek.
—No eran caballeros. No tenían espadas.
—Pero tenían algo mejor: un corazón que no tenía miedo.
Kasia se levantó, dio un paso al costado, como si fuera actriz en un teatro.
—Viajaron muy lejos, hasta Perú. Donde las montañas son más altas que los Rysy de Polonia, y los niños casi no tienen libros.

—Enseñaban a la gente cómo amar. Cómo rezar. Daban buen ejemplo ayudando.
—Uno de ellos era como un doctorcito. Curaba incluso los corazones con vitaminas, para que nadie se sintiera olvidado.
—El otro tocaba la guitarra y cantaba a los niños para que no tuvieran miedo.
Kasia miró a Misia.
—A ti te habrían gustado. Porque querían tanto a los niños, que hasta el perrito de la iglesia los escuchaba.
—Se llamaba Oso. Pero papá dice que el padre Miguel a veces lo llamaba “Burro” y nadie se molestaba.
El osito con la oreja rota se inclinó un poquito.
Kasia volvió a sentarse.
—Pero luego vino el Dragón. No uno de cuento. Uno que miente y asusta.
—Y se llevó a los Hermanitos.
—Pero ellos dijeron: “Llévennos a nosotros, y dejen a los jóvenes.”
—Y eso fue lo más valiente que se puede hacer.
Kasia guardó silencio un momento.
—Después la gente lloró. Pero no huyó.
—Encendieron velitas. Rezaron.
—Y el Dragón perdió. Porque el amor es más fuerte que el miedo.
Miró a sus muñecas.
—Por eso, mis queridas, si algún día se encuentran con un Dragón, no tengan miedo.
—Solo hay que ser bueno.
—Y recordar que la luz sigue brillando, incluso cuando todo está oscuro.
Kasia se levantó, besó a Misia en la frente, acomodó el vestido de Blanca Nieves y abrazó al osito con la oreja rota.
—Y ahora duerman bien. Mañana les contaré sobre San Francisco. Él también amaba a Dios, a las personas y a los animales. Incluso al lobo.
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🙏 Oración de luz y valentía
para niños que quieren amar como los Hermanitos de Pariacoto
Señor Jesús,
gracias por los Hermanitos Miguel y Zbyshek,
que viajaron muy lejos para amar a los que más lo necesitaban.
Gracias por su alegría, su guitarra, sus medicinas,
y por el perrito Oso, que también sabía escuchar.
Ayúdame a tener un corazón valiente,
que no se asuste cuando el Dragón quiera asustar.
Enséñame a encender mi luz,
con gestos pequeños, con palabras buenas,
con abrazos, canciones y oraciones.
Que nunca me olvide
que el amor es más fuerte que el miedo,
y que tú estás conmigo,
incluso cuando todo parece oscuro.
Hoy quiero ser como ellos:
un hermanito de luz,
que cura con ternura,
que canta con esperanza,
y que camina contigo,
siempre.
Amén.


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Bogdan Plawecki (fray Teodoro)

Pertenece a la Orden de los Frailes Franciscanos Conventuales

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