(Por: Hugo Grandez Moreno) Veinticuatro años después de ser asesinados por Sendero Luminoso, los sacerdotes Sandro Dordi, Miguel Tomaszek y Zbigniew Strzałkowski han sido declarados mártires de la Iglesia y serán beatificados este cinco de diciembre, en Chimbote (Ancash). Como dice la Biblia, se trata de tres misioneros que literalmente «dieron la vida por sus amigos».
Era la mañana del veintidós de octubre de 2014 y el obispo emérito de la diócesis de Chimbote, Luis Bambarén, tenía audiencia en el Vaticano con el papa Francisco. Había llevado desde Lima un cuadro con la imagen de los tres sacerdotes mártires de Ancash.
Llegado el momento y ya frente a Su Santidad, monseñor Bambarén lo saludó con la venia que correspondía y casi de inmediato le acercó la imagen enmarcada en pan de oro. Lleno de alegría, le hizo saber que la Congregación para las Causas de los Santos del Vaticano había culminado satisfactoriamente el proceso para la beatificación de los tres mártires de la diócesis de Chimbote. El papa Francisco, entusiasmado, puso su mano derecha sobre el cuadro, cerró los ojos y oró.
Veinticuatro años habían pasado desde que el mismo Obispo había iniciado las gestiones ante el Vaticano para declarar mártires de la Iglesia católica a los tres misioneros de su diócesis que fueron cobardemente asesinados, en 1991, por el terror de Sendero Luminoso, y cuyo anuncio oficial se hizo en febrero de este año, junto al martirio del arzobispo de San Salvador: Óscar Arnulfo Romero.
Se trataba de los frailes franciscanos conventuales Miguel Tomaszek y Zbigniew Strzałkowski, venidos desde Polonia y enviados a la comunidad campesina de Pariacoto; y del padre Sandro Dordi, cura italiano de la diócesis de Bérgamo (Italia), que llegó al distrito de Santa. Aun cuando procedían de lugares diferentes, los tres llegaron con la misma misión: llevar la palabra de Dios a los campesinos incluso a costa de su vida.
Cura campesino
El padre Sandro era un campesino más. Todos en la comunidad de Santa lo describen así. Andaba en yanquis (calzado propio de los comuneros), sombrero de paja, camisa y pantalón. Y no solo era campesino sino también pintor, albañil, gasfitero, electricista, músico… Pero por sobre todo, un trabajador incansable. Tal vez eso hizo que tuviera tanta llegada con la gente, pues junto a la Misa y la prédica el sacerdote italiano no dudaba en acompañar a su comunidad en la vida cotidiana, en el menú del día, en las acaloradas asambleas vecinales y hasta en las labores junto a los campesinos, compartiendo las faenas comunales.
Virginia, Marco y Giovanni pueden dar fe de ello. Según dicen, no solo se trataba de un «cura bueno» por todo lo bueno que dejó en sus once años de servicio sacerdotal en la comunidad campesina de Santa, sino porque literalmente le cambio la vida a cada uno de ellos.
A la hermana Virginia Piú le tocó dejar su natal Italia. Un buen día hizo sus maletas y vino al Perú para iniciar su pastoral al servicio de los campesinos del valle del Santa.
Para ello, el mismo padre Sandro viajó a Italia para iniciar las gestiones, pues por ese entonces era el único que atendía los 150 kilómetros que comprendían su parroquia.
Rezó para que «le enviaran religiosas cariñosas con su pueblo» y el encargo le correspondió a las Hermanas de Jesús Buen Pastor. Así Virginia, junto a otras dos religiosas, llegó el 22 de noviembre de 1986. Hoy tiene 75 años, veintinueve de ellos sirviendo en Santa.
Marco Sing es un laico de la zona. En tiempos del padre Sandro vivía bien siendo funcionario municipal y militante de una agrupación política, hasta que una noche el sacerdote tocó la puerta de su casa. Le reclamó que no asistiera a la parroquia y que ir era importante para el crecimiento de su familia. Solo por el respeto que le merecía, empezó a asistir, hasta que tiempo después le encontró sentido a lo que hacía. Hoy, don Marco lleva más de veinte años siendo un activo militante, pero ya no de la política sino de la Iglesia del distrito de Santa.
Giovanni Salgado era un pequeño que solía corretear por la plaza del pueblo. Llegó a la parroquia y al poco tiempo fue parte de los acólitos del padre Sandro. Estar más cerca de él le permitió conocer su testimonio y compromiso, al punto de ver cómo daba su propia vida por la comunidad. Esta vivencia le hizo ver la vida de otra manera, motivó en él una fuerte vocación de servicio y hoy es sacerdote diocesano a cargo de la parroquia Teresa de Ávila, del distrito de Trapecio, en Chimbote.
Opción por los pobres
Miguel y Zbigniew eran dos jóvenes frailes conventuales. Ellos dejaron su natal Polonia y se trasladaron al distrito campesino de Pariacoto, en las alturas de Ancash. Su juventud, espíritu de servicio y compromiso con la gente del pueblo hizo que muy rápidamente se identificaran con las costumbres y necesidades de la comunidad, al mismo tiempo que eran aceptados y muy queridos.
El padre Héctor Herrera, sacerdote dominico y también uno de los amenazados en ese tiempo por el senderismo, conoció el importante trabajo de estos misioneros polacos en la formación de los jóvenes que aspiraban al sacerdocio. «Ambos querían una evangelización integral, que tocara la vida de las comunidades campesinas. Habían sido amenazados por los terroristas, sabían del peligro que corrían; pero aun así decidieron quedarse con los pobres y correr su misma suerte», recuerda.
Cronología del martirio
La noche del 9 de agosto de 1991, los terroristas de Sendero Luminoso rodearon la casa parroquial, tomaron presos a los sacerdotes polacos y fueron en busca del alcalde.
Una religiosa les rogó que no les hicieran daño, pero de nada valió. Los subieron a una camioneta, los alejaron del lugar y los asesinaron cobardemente. Cinco días después, el 14 de agosto, Sendero hizo una llamada telefónica a la casa de los Padres Dominicos ubicada en el centro de Chimbote. El mensaje era claro:
«Exigimos la renuncia del obispo Bambarén. Si no sale, cada semana eliminaremos a dos sacerdotes».
El 15 de agosto se realizó la ordenación de un sacerdote de la diócesis. Estando presentes un gran número de religiosas y sacerdotes de la localidad, monseñor Bambarén les informó de la amenaza recibida. «Yo no voy a renunciar. Pero no es mi vida sino la de ustedes la que está en peligro. Por lo tanto, todos, todos están libres para salir de Chimbote». Como era de esperarse, ningún sacerdote ni religiosa se fue de la diócesis.
Tan delicada era la situación, que la embajada de los Estados Unidos se comunicó con el obispo Bambarén para informarle que el Departamento de Estado tenía un avión preparado para recoger a los sacerdotes y laicos norteamericanos y sacarlos del país.
Esto se les comunicó a todos ellos. Pero, nuevamente, ninguno dejó su lugar.El 25 de agosto el padre Sandro almorzó con las hermanas Pastorcitas, entre ellas la hermana Virginia. Estaba nervioso y les dijo: «Tengo que ir a (la comunidad campesina de) Vinzos para la Misa y bautismos. Hoy me van a matar». Le aconsejaron que no fuera, pero él insistió porque era la labor que debía cumplir. Al regresar del oficio religioso, los subversivos le tendieron una emboscada, bloqueando con enormes piedras la carretera. Cuando el padre bajó a quitarlas, le gritaron: «Cura, aquí será tu tumba», y le dispararon un tiro en el corazón y otro en la cabeza.
Confesión clave
En el proceso seguido por monseñor Bambarén para declarar mártires de la Iglesia a los tres sacerdotes de su diócesis, había que demostrar que, efectivamente, ellos habían sido asesinados por razones de fe. Y una de las confesiones más contundentes vendría del mismo Abimael Guzmán, líder de Sendero Luminoso y quien directamente ordenó los asesinatos.
Monseñor Bambarén se encontró con él en la Base Naval del Callao, el 20 de marzo de 2001. Tras una larga conversación, le hizo las tres preguntas sin cuyas respuestas no estaba dispuesto a salir de ese salón. Le dijo: «Usted es el único que puede decirme la verdad sobre la muerte de los tres misioneros de mi diócesis. ¿Los mataron por motivos políticos?» Abimael respondió: «Si fuera así, no le pediría perdón». «Entonces, ¿los mataron por motivos sociales?» Abimael dijo: «Si fuera así, no le pediría perdón».
«¿Quiere decir, entonces, que los mataron por motivos religiosos, por eso de que ‘la religión es el opio del pueblo’?» Y Abimael, mirándolo a los ojos, le respondió: «Por eso sí le pido perdón a usted y a la Iglesia». Monseñor se levantó, le dio un abrazo de perdón y se retiró. Quedaba claro que se trató de un verdadero martirio, que estos tres bienaventurados habían dado la vida por sus amigos.