“Una tierra que ha sido regada con sangre de mártires, está llamada a engendrar nuevos cristianos de textura evangélica”. Estamos ad portas de un acontecimiento eclesial sin precedentes: la beatificación de tres sacerdotes mártires, que dieron su vida y fueron asesinados por odio a la fe. Sus figuras nos conmueven y nos alientan.
Nos conmueven porque si no es fácil entregar día a día nuestra vida en el surco de la existencia, es mucho más difícil enfrentar la muerte con dignidad y valentía cuando ésta se nos presenta cruenta, injusta y cruel.
La mayor parte de los seres humanos no estamos preparados para un momento así. Ellos en cambio sí lo estaban. Las pequeñas fidelidades de cada día los prepararon para ese testimonio magnífico de fidelidad sin límite. Ellos aguantaron en silencio y oraron como Jesús: Padre que pase este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya.
Podemos intuir cómo latiría su corazón y cómo los asediaría el miedo; los dos eran jóvenes y en su interior tuvo que emerger el legítimo instinto de vivir. Le pasó a Jesús y sin duda les pasó a ellos.
La Iglesia, aun reconociendo el carisma martirial, no puede sino presentar su heroicidad. Ellos son un monumento testimonial de amor a Cristo y a su Iglesia. Por este motivo, nos los propone como modelos que han de animar la vida diocesana. Una tierra que ha sido regada con sangre de mártires, está llamada a engendrar nuevos cristianos de textura evangélica.
Animo a todos en este mes de espera, a poner de manifiesto lo mejor que llevamos dentro. Tenemos que vencer la apatía y la indiferencia y nuestro corazón ha de rendirse ante Cristo, cuyo rostro se esconde detrás de los pobres y marginados y de todos aquellos cuya vida está marcada por la cruz de Cristo. Nuestros mártires supieron descubrir este cuasi-sacramento en los hambrientos y sedientos, en los enfermos y abandonados y en todos aquellos a los que les falta lo necesario para vivir.
En el logo de la beatificación hemos colocado esta expresión: Mártires de la fe y de la caridad, testigos de la esperanza.
Mártires de la fe, porque fue ésta la que les dio fortaleza para enfrentarse a la muerte inminente y Mártires de la caridad, porque toda su vida fue una entrega a las comunidades campesinas, sumidas en la pobreza y en la marginación. Por estos motivos, se convierten no solo para nuestra Diócesis, sino para toda la Iglesia del Perú, en Testigos de la esperanza.