Escuchando y leyendo el testimonio de las personas que conocieron al Padre Sandro hace treinta o cuarenta años, nos damos cuenta como ya joven estaba desarrollándose su carácter firme y el alma de misionero.
La señora Teresa Castillo de Calderón en su testimonio escribe:
“… En la tarde del domingo 25 de agosto de 1991 estaba en la casa, de pronto sonó el timbre de la casa y pude escuchar: “Papá, papá, mataron al Padre Sandro”. Era mi hija que desesperada me anunciaba esa dolorosa noticia. Mi esposo salió corriendo y yo también con la esperanza de que no fuese verdad. Llegué a la iglesia y todo era una confusión, nos mirábamos asustados y consternados. Trajeron al Padre Sandro y lo velamos toda la noche. Fueron momentos inenarrables. Después de llevaron al Padre a su tierra y nosotros nos quedamos desamparados….
Él había logrado hacernos cambiar y madurar en la fe. A partir de ese momento la figura del Padre Sandro se agigantó, tuvimos la certeza de que habíamos perdido algo muy valioso y no lo supimos valorar en toda su magnitud.
No era un hombre perfecto. Era como todas las personas, tenía sus gustos, predilecciones, defectos, tal vez temores; pero tenía un gran amor a Nuestro Señor Jesucristo y a la Santa Virgen María. Su amor y su fe lo hacían diferente a todos nosotros.
Tuve la suerte (ahora lo sé) de colaborar con él enseñándole un poco del idioma castellano. Lo empecé a conocer más cuando introdujo en la parroquia la Catequesis Familiar. El interés y la perseverancia que nos demostró para que este programa se llevara a cabo, me sirvió para admirarle muchísimo.
Sus homilías eran algo que a la mayoría de la gente nos aburría y nos incomodaba, porque nos demostraba que no éramos verdaderos cristianos. En las misas de difuntos, matrimonios u otras celebraciones, sus palabras eran más fuertes. Tal vez, hasta ahora haya gente que no comprenda esta manera de hacernos reflexionar en la fe; pero quienes lo fuimos conociendo, sabemos que su manera de ser nos hizo cambiar mucho.
Aprendimos a leer la Palabra de Dios y a reflexionar sobre lo que ella nos enseña. Nos enseña a vivir mejor, a ser constantes y a no desfallecer en las primeras dificultades, a recibir y a dar, a vivir unidos, a rezar en familia.
Con los niños compartió sus mejores momentos. Le gustaba saber de ellos preguntándoles, bromeando y sobre todo sonriendo con ellos, como si él mismo fuera un niño.
Se identificó con los campesinos. Cada domingo iba llevándoles aliento y la palabra de Dios. Asistió a los enfermos y ancianos. Rezó por los difuntos. Organizó la parroquia y siempre marchó adelante dándonos ejemplo de humildad, como también de tenacidad.
¿Por qué lo mataron?
Nadie nos da una respuesta. Ha pasado un año de su muerte y sólo puedo añadir que su presencia espiritual sigue siempre con nosotros y que la respuesta a mis preguntas me la ha dado Dios y la fe. Él nos deja a todos un recuerdo en lo hondo de nuestro corazón que jamás podremos olvidar. Yo é que él vive, vive, vive”.
Santa, 18 de agosto de 1992, Teresa Castillo de Calderón