Nadie logra matar nuestra esperanza

Compartir

(Por: Mons. Julio Oggioni) La noticia que el Padre Sandro había sido asesinado se difundió rápidamente. Pero, pasaron unas horas antes que las autoridades se movieran para averiguar lo que había sucedido. Eran las siete de la noche cuando la Hna. Alberta fue a la casa del Padre Sandro para pedir a camilla que le entregara las llaves del carro azul del Padre Sandro que estaba estacionado en la casa de las Madres.

Al carro subieron Manuel Chávez, que manejaba, uno de los dos testigos que había visto al homicida del Padre Sandro, un Policía, Marcos Sing, Hugo Calderón y Alberto Álvarez. Faltaban pocos minutos para las nueve de la noche cuando llegaron a la trágica curva. Por casi cuatro horas el cuerpo del Padre Sandro había quedado allí, al borde del camino que une Vinzos con Rinconada.

Nadie se había acercado, nadie había parado, nadie había dado la alarma. El cuerpo del Padre Sandro estaba en la misma posición que lo habían visto los dos testigos, cuando se habían alejado en el mismo carro del Padre Sandro. Fue Manuel Chávez que recogió el cuerpo del Padre y lo puso en la camioneta. En Rinconada en cadáver del Padre Sandro fue trasladado a la camioneta de la policía y, pasando por Santa, se fueron al hospital, y luego a la morgue de Chimbote.
La pericia legal estableció que el Padre Sandro había fallecido por el disparo que había recibido en la cabeza.

Suerte que las (Madres Pastorcitas) acompañaron la camioneta de la Policía a Chimbote y lograron acelerar los trámites. Eran las tres de la madrugada del 26 de agosto de 1991 cuando sus restos mortales fueron traídos a la iglesia de Santa.

Desde esta hora empezó una peregrinación de gente que se había quedado parada y muda en la plaza de Santa, fuera de la iglesia. Eran hombres, mujeres y niños que no querían creer que habían matado a su “amigo” que había venido desde lejos para servir, ayudar y promover a la gente de su inmensa parroquia.

Su vida se había cerrado en la luz del atardecer de aquel 25 de agosto de 1991. Un hombre bueno había sido asesinado, pero su esperanza seguía viviendo. La esperanza que había derramado con el anuncio de la palabra de Dios y con el testimonio de su vida no iba a desaparecer. Como el agua del río Santa había dado vida al valle, donde se puede cultivar productos por la abundancia de agua, así, la sangre del Padre Sandro había sido derramada en la misma arena regando el desierto.

Lógico, no ha sido y no es fácil aceptar la muerte del Padre Sandro, como no es fácil darse cuenta por qué el bus que iba a Vinzos y que pasó por el camino que había recorrido el Padre Sandro no paró cuando llegó a “la curva de la muerte”. Además un camión ha transitado por estas horas, otras personas han pasado; pero, nadie paró.

Sí, nadie paró, creo que no fue por maldad o indiferencia, sino por miedo. “Sendero Luminoso” también ataca a quienes se atreven a recoger el cadáver de quien ha sido asesinado por ellos. Además, esto no es nuevo, hace dos mil años Jesús dijo a quienes querían saber quién es nuestro prójimo;

“Un hombre bajaba desde Jerusalén hacia Jericó… Los ladrones lo asaltaron y lo dejaron moribundo. Pasó por el camino un sacerdote, luego un levita y no pararon. Pasó también un samaritano. Éste se paró, bajó de su caballo, curó las heridas del viajero y lo llevó a la posada más cercana y encargó al dueño que lo curara. Él pagó los gastos a su regreso”.

Cada uno tenía, y tiene sus razones para detenerse o seguir el viaje cuando encuentran a un herido o a un muerto.

“… RESUCITARÉ EN MI PUEBLO”

La esperanza que da fuerza a la iglesia no es ingenua ni pasiva. El pueblo de los pobres ve en la iglesia el “manantial” de la esperanza. La iglesia es un apoyo en la lucha por la liberación. Quien da fuerza a la iglesia es la misma palabra de Dios. Nos lo ha dicho muy bien el Padre Tomás en su testimonio y antes que él también lo dijo Mons. Oscar Romero, Arzobispo de San Salvador, asesinado el 24 de marzo de 1980.

No mucho tiempo antes que lo mataran, Mons. Romero escribió: “La esperanza que predicamos a los pobres es la de encontrar su misma dignidad para que ellos sean artífices de su propia liberación. La iglesia no se dirige al pobre, sino más bien, hace de ellos los privilegiados de su misión”. En el documento de Puebla se puede leer: “Dios toma la defensa de los pobres y los ama”. (DP…)

Mons. Oscar Romero es un ejemplo a quien muchos miran. No es que siempre tuvo coraje, que no sintió miedo, que le gustaba luchar en primera persona, que no sabía lo que estaba arriesgando. A menudo tenía miedo y se dirigía a ¨Dios y le rezaba pidiéndole coraje para ser “la voz de los pobres delante de los potentes de la tierra”. Había aprendido que él tenía que ser testigo del amor de Dios hacia los pobres. Pocos días antes de que lo asesinaran escribió: “… A menudo me han amenazado de matarme, como cristiano tengo que decir que no creo en la muerte sin resurrección; si me matan, resucitaré en mi pueblo Salvadoreño. No tengo soberbia al decirlo; al contrario, lo digo con gran humildad”.

Como Pastor tengo la obligación de dar también mi vida por los que amo, es decir, por los salvadoreños y por los que me podrían matar. Si las amenazas tuvieran que llegar a cumplimiento, ya desde ahora, ofrezco a Dios mi sangre por la liberación y resurrección del Salvador.

El martirio es una gracia de Dios que no creo merecer. Pero si Dios acepta el sacrificio de mi vida, mi sangre será semilla de libertad. Será la señal que pronto “El Salvador va a ser libre”.

Lo que Mons. Romero escribió para El Salvador, es igual o similar, a lo que pasó en el Perú. La iglesia, frente a la violencia a la injusticia institucionalizada, no se queda sólo a mirar. En el documento “Paz en la Tierra”, los obispos del Perú escriben:

“… Es indudable que aspiremos a la paz como el fin del asesinato, del uso de la muerte como arma política y como recurso fácil de la sinrazón. Pero también es cierto que queremos la paz de respeto pleno de la dignidad humana, de reconocernos como hermanos, de amar a nuestros semejantes al punto de valorar su vida sin condiciones y defender su derecho de vivir dignamente.

Queremos la paz fruto de la justicia. Justicia y paz van indesligablemente unidas. Consideramos la paz como eje dinámico de la convivencia social”.

No podemos creer que la mortal violencia que asola a nuestro país es solamente una consecuencia de la profunda injusticia que aflige a las grandes mayorías nacionales; tampoco podemos decir que valoramos la vida ni que lograremos la paz sino que también la justicia. Sí nos importa la vida de nuestro pueblo, no podemos ser insensibles al hambre de pan, de trabajo, de salud, de educación, de participación y reconciliación que padecen nuestros hermanos. Sin ellos, no habrá reconciliación nacional posible. Como dijo Juan Pablo II en su visita al Perú: La tarea de convertirse en “artífices de reconciliación”, deben manifestarse en hechos concretos…”

Por la verdad, el Padre Sandro fue cita para su gente, un verdadero “hecho concreto”, resucitará en su pueblo…

(Tomado del libro En el camino de la esperanza – Assunta Tagliaferpi)

 

 


Compartir